“Cuando tocas, no importa quién te escuche”.
—Robert Schumann
Mi primer recuerdo son las manos de mi madre guiando mis manitas sobre el teclado del piano. Sus manos finas y sus dedos largos producían tonos dulces, retiraban los cabellos de mi frente, me enseñaban la sensibilidad del tacto sobre las teclas, me embriagaban de amor. Amor por ella, por el sonido que producía el piano, por la maravilla de estar vivo, sin ser consciente de ninguna de estas cosas. Era todo lo que necesitaba. Este feliz primer recuerdo me recuerda que las experiencias más felices de la vida —no sólo de la mía, sino probablemente la de los seres humanos en general— no se piensan, se sienten.
Hoy tengo este piano en la sala de mi casa y lo toco también con los ojos, cada vez que paso frente a él. Nos tocamos todos los días, nos sonreímos, él me toca la médula y yo acaricio su cadencia con las yemas de los dedos.
No es cualquier piano, no es sólo un instrumento, no es sólo un mueble bonito. Es una obra de arte, una presencia viva en la habitación; el gran personaje, erguido y digno, como todo sobreviviente, como todo sabio. Es negro, vertical y muy antiguo, lo puedes notar en su bien cuidada textura y en la edad que naturalmente porta con toda elegancia.
Nació en Alemania en 1873, su cuerpo de madera es palo de rosa, su teclado es marfil puro y blanco, y justo arriba de su reflejo se lee J. P. Schiedmayer en antigua tipografía gótica dorada. Sus empuñaduras, sus pedales y sus candelabros también son dorados. En los candelabros coloqué un par de velas rojas que nunca prendo, y eso me hace pensar en el compás de silencio previo al fuego. Su banco, original, es negro y circular, y de su base giratoria nacen tres esbeltas piernas que se sostienen de puntas como bailarina de Degas. Su espalda tiene doble plancha de acero, lo cual eleva su peso a cerca de una tonelada. El aire que flota sobre él sólo rodea dos objetos: un globo terráqueo y mi tablero de ajedrez.
Mi piano es El Piano. Siempre sabe qué decir, no tiene notas equivocadas ni tiempos incorrectos. Se toca solo. Cuando me siento frente a él y oigo su voz fina, esbelta y cálida, y comienzo a sentir su baile aterciopelado de notas sobre mi columna, ahí pasa: dejo de ser yo, y al mismo tiempo, me vuelvo más yo mismo que nadie más y que nunca más. Qué raro, pienso luego, son las mismas ondas vibrantes que otros oídos también pueden percibir, pero oyen una historia diferente a la mía. El blanco y el negro de sus teclas escoltan el millón de colores intermedios que me dibujan en la mente, como plumas pintando estrellas en el alma.
En su corazón vive la profunda posibilidad de que la música, una verdad universal, ha sido protegida y transmitida a través de muchos tiempos distintos, como un hilo luminoso que conecta los muchos caminos que ha cruzado con tantas vidas. Es un notable miembro de la red de sensibilidad humana, la única cosa en el mundo que puede salvar a la especie humana.
El Piano fue un gran viajero. Desde su cuna alemana fue directamente transportado en barco al puerto de Veracruz, de donde fue trasladado a la ciudad de Zacatecas, a la casa del reconocido médico Dr. Ezequiel Haro y su familia, ubicada sobre la Avenida Hidalgo y situada justo enfrente de la Catedral de Zacatecas, dedicada a la Virgen de la Asunción, y de la Plaza de Armas, el patio del Palacio de Gobernación. En su nuevo hogar, el Piano sería el instrumento en el que la joven hija del renombrado médico y talentosa concertista de su ciudad—mi madre— practicaría en él varias horas a diario. El Piano fue su piano. Y su música fue el motivo del primer encuentro de mis padres, una conversación después de uno de sus recitales. Primero se respetaron las mutuas inteligencias y sensibilidades, y luego se enamoraron y se casaron. A mediados de la década de los 60, mi padre —periodista, sociólogo, filósofo, historiador y poeta, admirado por sus colegas y amigos, y sin duda el hombre más culto que he conocido en mi vida—, después de fundar un periódico en la ciudad de Zacatecas y de resolver asuntos en San Luis Potosí, en donde nació mi hermana mayor, decidió mudarse con su creciente familia de forma definitiva a la Ciudad de México. Por supuesto, el señor Piano los acompañó por el resto de sus vidas. La primera estancia estable de mi familia en la caótica capital mexicana —después de una breve estancia en el desaparecido Hotel de México, colapsado en el terremoto de 1985— fue en una casa ubicada en la colonia Santa María la Ribera, a una cuadra de la Alameda, en una calle que en ese entonces se llamaba Pino. Yo nací en esa casa. Un jueves a finales de septiembre mi madre me parió estando totalmente sola; las circunstancias —una gran tormenta— impidieron lo contrario. Sólo estaba acompañada por Sócrates, el gato de la familia. Ese fue mi otro aprendizaje táctil temprano: la percepción sensorial de acariciar un gato. En fin, gran forma la mía de entrar en escena, digo yo. Tres años después, a mediados de la década de los 70, mi padre reubicó a mi familia en su último hogar, a unas pocas cuadras de distancia, en un condominio en la esquina de las calles Sabino y Amado Nervo. Ahí fue donde mi madre me presentó al Piano, calculo haber tenido entre dos y tres años de edad. Lo toqué desde entonces hasta que tuve que dejar de hacerlo, dos décadas más tarde, cuando me fui a vivir por mi cuenta. El Piano se quedó todos esos años ahí, acompañando en silencio a mi madre.
Cuando mi madre murió, cosa que en mi cabeza se siente como la semana pasada, me traje al Piano a vivir conmigo y volví a oír su voz, escuché de nuevo sus historias y me dejé llevar, como lo hice cuando vivía en esa casa con tan buena memoria. Hoy sólo estamos él y yo a un par de barrios de distancia de donde compartí mis primeros años de vida con él, hace varias décadas. Este es su hogar más reciente, mi hogar, la Casa Roja, le llamo. El Piano Negro en la Casa Roja. Hermosa combinación.
El Piano es un santuario familiar, un confidente, un amigo; una magistral enciclopedia de la sensibilidad. Es mi compañero atemporal, testigo del flujo y la circulación de las melodías que hacen eco en los pasillos de mi vida. Es un espejo que refleja mi interior, un buen atajo a mis entrañas. El mundo conoce muchas opiniones y perspectivas, pero el Piano contiene una sola verdad: la música en todas sus infinitas posibilidades. Lo que obtengo de él depende de cómo lo toque, tal como pasa con la vida misma.
El Piano se erige como un faro extraordinario en mi sala, regio y magnífico, y cada vez que mi vista lo toca, antes que mis manos, de inmediato me seduce la sensación de que él simboliza más de lo que cualquiera podría imaginar: el amor de mi madre y sus manos, mi mente de niño fascinada, mi familia y su historia, y la historia de las vidas, los tiempos y los lugares que ha visto pasar desde hace más de un siglo y medio. Todos ellos viven entre sus cuerdas y sus teclas, están guardados bajo el negro imperio de su piel, en lo más profundo de su organismo, en su música. Yo lo traigo guardado dentro de mí, en medio de una galaxia de cosas que amo, por lo que contengo algo más grande que yo. Y eso que contengo multitudes. Un océano de átomos es también un átomo en el océano. Cuando extraño abrazar a mi madre, me siento frente al Piano y lo toco. Entonces visualizo ese primer recuerdo y vuelvo a sentir sus manos sobre las mías. La historia del Piano es más grande que la historia de mi vida.
Finalmente, después de varios días tuve un tiempo para respirar con más calma y sentarme en mi escritorio, un escritorio negro en el que, lo mismo charlamos alrededor de él Paty y yo, atendemos cosas de nuestros respectivos trabajos y soñamos, planeamos y elucubramos cientos de comentarios.
Leí con mucho agrado, otra vez sorprendido, el NegroPiano en la Roja Casa. lindo relato que me trajo a la memoria, primero una cajita que compré, como de 15 x 10 cms. y dice en la portada: "El lenguaje de las manos" Tiene, esta caja, algunos pensamientos y fotografías de Asombraluz.
Recorriendo los recuerdos y el lenguaje musical de lo que nos compartes también recordé esa película de 1900 donde el protagonista nunca baja del barco y siempre esta con su piano.
Uno se va explicando, al menos un poco, cómo es que un ser tan sensible ha llegado a nuestro camino. La madre, siempre la hermosa madre, con esas manos y esa ternura para columpiar su placer por ese instrumento y transmitírselo a usted, querido y apreciable amigo. La añoranza y el amor extendido en cada tecla, en cada sonido; pero también en cada silencio y en cada recuerdo.
Mucho le agradezco su compartir limpio y sereno. Amoroso y atento.
Sea pues, que la vida siga fluyendo.