“Si te sientes solo cuando estás solo, estás mal acompañado”.
—Jean-Paul Sartre
“El carácter —la voluntad de aceptar la responsabilidad de la propia vida— es la fuente de la que brota el respeto por uno mismo”.
—Joan Didion
“Al fin solos”, me digo a mí mismo, cuando llego a casa. “Eso es lo que tú crees”, me responde mi mente.
Mi nivel de locura es funcional, no es raro que dialogue conmigo mismo estando a solas, en voz mental o en voz alta. De verdad lo disfruto, me gustan las conversaciones inteligentes. Me gusta hablar en voz alta, leer en voz alta —sobre todo poesía— y me gusta cantar, también en pulmón alto. La verdad es que me gusta estar solo, me acompaño a mí mismo. Comprendí cómo hacerlo. Es un gusto que he adquirido a lo largo de toda una vida sintiéndome ajeno al mundo que me rodea. Aunque sé compartir en compañía, debo admitir que nunca el tiempo a solas me parece suficiente. Necesito la soledad como una fuente de fuerza, de recarga, de recuperación, el regreso a mí mismo, el soplo de aire ligero, lúcido, lúdico, libre.
La soledad y el aislamiento tienen más matices de los que aparentan. El aislamiento expresa el dolor de sentirse desolado y la soledad expresa —para mí y sin duda para algunos cuantos— el deleite de estar a solas. Tanto el aislamiento como la soledad no son sólo condiciones físicas, también son estados mentales. En el caso de la gente que teme a la soledad, lo que realmente teme es a su silencio, que como fiel espejo revela a sus ojos su desnudo vacío y buscan con desesperación salir de sí mismos para encontrar otra piel a la cual escapar.
Uno llega a este mundo solo y se va de él solo. Lo que sucede en el espacio intermedio —aunque los demás seres humanos y las circunstancias influyan— depende finalmente de uno mismo. Sólo a través de la sensibilidad del arte y las ideas podemos sentir una ilusión de compañía al compartirnos las soledades; se crea un puente que conecta mentes, una mente que habla a otra a través del tiempo y del espacio, a través de cada obra de arte, de cada lágrima, cada palabra y cada sonrisa manifestadas. Lo que es un hecho es que, aunque nos guste compartir, nadie sabe ser buena compañía —sentimental o profesional— si no aprende primero a estar sólo consigo mismo.
La mayoría de los seres humanos, el rebaño, nunca han probado la soledad. Dejan a los padres, pero sólo para deslizarse hasta una pareja y rendirse sosegadamente a un nuevo calor. Dejan a una pareja no sin tener otra nueva antes. Nunca se permiten estar solos, nunca comparten consigo mismos, nunca se conocen. Y cuando un individuo solitario se cruza en su camino, le temen, porque carece de la doméstica y cálida fragancia del fogón y del criadero. El aire que rodea al solitario huele más bien a estrellas y a espacios de libertad.
Algo extraño y maravilloso empieza a suceder cuando uno pasa ratos en soledad, en cálida compañía de uno mismo, lejos del ruido del mundo humano con su magnavoz de juicios y críticas. En la mente empieza a cocinarse una especie de transformación; se robustece el entendimiento más profundo de uno mismo y en la práctica de cómo ser sencillamente auténtico. En la quietud, la mente se expande. La verdadera soledad se encuentra en los lugares elementales, embrionarios, donde no hay obligaciones ni cuotas pendientes, esos lugares donde las voces interiores se hacen audibles. La atracción de las fuentes más íntimas irrumpe en escena. En consecuencia, uno responde más claramente a otras vidas, a otra mentes, porque la raíz es la misma. Cuanto más congruente se vuelve uno en sí mismo como ser vivo, más plena es su conexión con el resto de los seres vivos.
He encontrado, sin embargo, que esa voz interior existe en oposición a la voz exterior. Al parecer cuanto más nos ocupamos de hablar, de mostrar cuánto sabemos y qué tan listos somos, de orientar la voz y el oído hacia el criterio exterior, más difícil nos resulta oír la melodía interior. Las ideas son pájaros del cielo que difícilmente pueden desplegar sus alas en una jaula de palabras.
En mi caso, intenté inútilmente varios años seguir los caminos del mundo. No sólo no lo disfruté, en ese periodo viví las experiencias más miserables de mi vida. No tardé en darme cuenta de lo que tenía que hacer. Sentí en el fondo de mi ser la clara e indiscutible convicción de desobedecer a todos y seguir mi propio camino.
Mi camino es independiente. Mi hogar es tan solitario y acogedor como una cabaña en el bosque, como un faro en medio del mar. Puedo decir que tengo mi propio océano, mi propia luna, mis propias estrellas, mi propia galaxia y un pequeño pero fascinante universo para mí solo.
Todo el mundo debería experimentar al menos un periodo prolongado de soledad en su vida. La soledad es el camino más auténtico, el excelso trayecto a la verdad y a la belleza; no exagero. Lo sublime no se encuentra en una divinidad exterior, sino en la propia sensibilidad humana, en su fidelidad a sí misma y su detección en los demás, como fractal de la naturaleza, como una partícula de la universalidad perfecta del cosmos. Lo sublime se puede tocar con la mente.
La premisa a seguir es la siguiente: lo que debo hacer es lo único que realmente me importa, no lo que piense la gente. Tu única preocupación debe ser cómo te hablas a ti mismo. Esta regla, igualmente complicada en la vida práctica que en la intelectual, no resulta sencilla, porque siempre encontrarás a alguien que crea saber mejor que tú lo que tienes que hacer. Pero nadie dijo que esto iba a ser sencillo. El balance más fino que puede uno lograr es mantener la independencia de la soledad en medio de una multitud.
Así como la relación con uno mismo implica aprender a montar guardia sobre nuestra propia soledad, creo que, de la misma forma, custodiar el valor de nuestras compañías y nuestras soledades debe ser la sustancia de la relación con los demás, sobre todo con quienes amamos, porque antes que nada los respetamos. El respeto es la demostración de la atención y la empatía.
Aprender a disfrutar la soledad es aprender a mirarte de frente, con honestidad y sin agitación, para poder empezar a observar el curso de la mente tal y como sucede en sí misma, el acontecimiento que es nuestra total experiencia de la vida. Pero antes que todo, primero tienes que encontrarte a ti mismo. Para lograr esto tienes que tener el valor de sacar a la luz las riquezas que se esconden en tu bóveda interior, al igual que las piedras.
¿Es posible que alguien se conozca a sí mismo? Yo creo que sí. Puede ser una labor agobiante rascar y cavar en las entrañas, es un descenso rudo a las grutas del propio ser, pero funciona. Una buena forma de abrirse camino es buscar lo que habla genuinamente de uno mismo. Aquí es donde la opinión ajena pierde crédito y emerge la ecuanimidad, porque uno no debe desanimarse por la crítica ni inflarse por la adulación; uno debe saber quién es, lejos de cualquier parafernalia. Por otro lado, todo da testimonio de nuestro ser: nuestros hábitos, intereses, amistades, relaciones, recuerdos e incluso todo lo que olvidamos, nuestras pláticas y nuestros sueños. Inspecciona tu propia vida y busca qué has amado verdaderamente hasta ahora, las cosas que han elevado tu mente, todo lo que la ha dominado y deleitado al mismo tiempo. Rodéate de estas cosas y analízalas, su combinación tal vez revele una parte importante de la naturaleza fundamental de tu propio ser. Observa con atención lo que tienen en común: mira cómo el hilo conductor forma una escalera por cuyos peldaños has ido subiendo poco a poco hasta ti mismo. La identidad real no yace enterrada en lo más profundo de uno mismo, sino que se eleva incalculablemente por encima de nuestra cúpula mental, muy por encima de lo que entendemos que somos.
Es posible que existan diversos métodos para encontrarse a uno mismo, para despertar de la anestesia en la que solemos estar envueltos como en una opaca bruma, pero no conozco ninguno mejor que el de empezar por cuestionar dos cosas: tu formación y tu percepción.
En algún momento de mi propio proceso descifré cómo funciona para mí la naturaleza de la soledad. Cuando me olvido de mí —cuando me alejo de mí mismo, dejo de conversar conmigo y de alimentarme de lo que amo—, entro en un adormecimiento, como si estuviera congelándome rápidamente; pierdo poco a poco la sensibilidad y la consciencia, y, finalmente, me siento solo, porque me dejo solo. Por el otro lado, comprendí que el hecho de poner atención, ser consciente de quién soy, platicar conmigo mismo y acercarme de regreso a lo que amo, me hace sentir acompañado de nuevo. Entonces recupero el calor, la soberanía y el sentido del humor; el mejor abrigo contra la intemperie del mundo humano ordinario. Es una cuestión de carácter; si no lo tienes, te forjas uno.
Escuchar y prestar atención a esa voz interior —la intuición y el pensamiento crítico y auténtico, que no se deja desalentar por las quejas de la autojustificación, que no se deja sedar por la mentalidad de clon ni por la manipulación del exterior ni por el autoengaño del interior— es quizá el desafío más persistente al que nos enfrentamos a lo largo de nuestra vida. Mantenerlo es la distinción de un individuo atento y libre.
El verdadero impulso, el movimiento real, radiante y genuino, no brota del ajetreo y alboroto mundanal. Nace en la soledad de las cordilleras de tu mente, florece en las crestas de tu médula donde habitan el silencio, la verdad y el dolor. Crece de la pena que aún no has aprendido a padecer, a la sabiduría que sigues aprendiendo a leer entre líneas. Hay que saber preservarse a uno mismo, esta es la prueba más dura de la libertad, la primera responsabilidad de la independencia.
Yo me estudio a mí mismo para fortificar y elevar mi mente, cuido su galope y evito que tropiece; otras veces sólo busco aterrizarla, darle agua y hacerla descansar. Mi mente es como un poderoso mutante bestial y genial, al que he aprendido a custodiar, a cabalgar y a dirigir con riendas de coraje y valor a través de llanuras neuronales y horizontes en llamas; pero solamente hacia donde yo elijo, hacia la verdad y la belleza. No importa si es difícil. A mí no me gusta caer, yo prefiero flotar.